12 de noviembre de 1992



Casi nunca me acuerdo de ti, espero que te quede claro.  Si estoy ignorando una de tantas líneas que nos ha dado por trazar en el aire, si a pesar de todo te escribo,  es sólo porque hoy, precisamente hoy, llegaste a mi cabeza. Así, de buenas a primeras. Y me fastidió tanto que pudieras aparecer con semejante desfachatez, que después de todo este tiempo todavía estés merodeándome el inconsciente, que no puedo menos que hacerte partícipe de mi molestia. Tampoco vale la pena que te sientas halagado: no me acordé del tamaño de tus manos ni del eco de tus carcajadas. Si llegaste a importunarme la memoria fue sólo porque, ahora que finalmente me planteo dejar de fumar, escuché claramente una de tus frases lapidarias, ésa en la que asegurabas que casi cualquier espacio de mi cuerpo era propicio para colocar un cenicero. Guarro. Y me dio rabia, y quise encender un cigarro y tumbarme con el frasco de cenizas sobre el ombligo, como aquel día, y te culpé en silencio por minar mis esfuerzos y dispararme el síndrome de abstinencia.
Yo siempre te culpo en silencio, ya me conoces, y sólo sé ser agresiva en papel. Por eso decidí romper las reglas cien veces establecidas, por eso me atrevo a escribir:  porque sólo así soy capaz de decirte que, (aunque casi nunca lo hago) hoy sí. Hoy me acordé de ti.

E. 

13 de abril de 2010

No, no lo hice, me resistí a la tentación del Just for Men y en lugar de teñirme la barba blanca decidí de plano rasúramela completa, harto de las comparaciones entre mi persona y Santa Claus, o Lula, o cualquier otro insigne personaje que se les viniera a la mente a los de la oficina.

No sé por qué te cuento esto, tal vez es por ego, porque me dicen que me veo mejor, más joven, o quizá para que te enteres que al final, como siempre, tú ganaste y terminé por cortarme la barba que odiaste durante tantos años.

Es probable que sólo te escriba por pura nostalgia, como bien sabes (o por lo menos me gusta pensar que aún lo recuerdas) hoy cumplí 62 años y la palabra viejo ronda por mi mente más que ninguna otra en estos últimos días.

Sé que hicimos un pacto, sé perfectamente que juramos nunca hablarnos por teléfono. Ahora que lo pienso creo que fui yo quien te convenció de que hablar sin vernos era una estupidez, que la voz por el auricular es impostada y ridícula, que al final entre tú y yo siempre fue mucho más importante el silencio que las palabras. A veces puedo ser bastante idiota, idiota convincente que es lo peor.

Pero por algún motivo pensé que hoy sí me llamarías (tal vez todavía lo hagas, te queda un poco menos de media hora; son las 11:35 según dice mi reloj), así que no voy a mentirte: llevo toda la tarde pegado al teléfono y he despachado rápido a la gente que sí llamó para felicitarme, para que no hablaras y encontrarás el tintineo de la línea ocupada y, conociéndote como te conozco, decidieras que era una señal del destino y no volvieras a marcar mi número.

Quisiera contarte cosas interesantes como antes, o por lo menos decirte que pasó algo nuevo, que estoy haciendo ejercicio, que dejé de fumar o que por fin me decidí a escribir mis memorias ahora que la vida me ha echado el tiempo encima como un embudo; pero no, nada de eso ha ocurrido, sólo la barba, la maldita barba blanca que fue cayendo sobre el lavabo como pestañas plateadas mientras las tijeras recorrían mi rostro.

Siento como si me hubiera quitado una máscara, como si detrás de esa careta ya sólo existiera yo, indefenso, con arrugas, con los surcos que fue trazando el tiempo en los mismos lugares donde alguna vez tus labios dejaron rastros de carmín.

Ya está, 12:03, no llamaste, si hablas ahora ya no cuenta. Para cuando recibas esta carta seguramente la barba habrá vuelto a crecer y yo seguiré siendo el mismo.

“Te vas a morir solo”, me dijiste un día en uno de tus arranques, “¿Quién va a ser tan pendeja como yo para aguantarte?”. Tal vez tenías razón, no creo que me esté muriendo (por lo menos hace muchos años que no piso un hospital), pero sí estoy solo.

Veo la caja del tinte para la barba mientras me paso una mano por la piel reseca de la cara… seguramente tú también tienes ya el pelo blanco ¿o te has convertido por fin en una rubia de bote?

Santiago.

6 de Junio de 1973


Anoche soñé que me moría. (Casi te estoy escuchando preguntar, con esa sonrisa burlona, si no me canso de ser tan intensa, hasta en sueños. Y no, todavía no me canso.) Parecido al día aquél que te soñé a ti delante de un pelotón de fusilamiento, ¿te acuerdas? Aún trato de decidir si merecías que diera a mis soldados la orden de disparar.
También esta vez estabas tú en el sueño. Por eso voy a ignorar que hayas tenido el mal gusto de no responder mis últimas cartas y, con el siempre socorrido pretexto de un relato onírico, escribo. Onírico y erótico, como a ti te gustan. Eso sí: los detalles escabrosos me los quedo, si te interesan lo suficiente siempre sabrás dónde encontrarlos, aunque sospecho (por tu silencio) que andas perdido en detalles (y catres) equivocados.
Vuelvo entonces a la descripción de mi sueño, tan poco detallado por culpa tuya. Lo que quiero decirte en realidad es que nunca había entendido así la muerte. Corrijo: (no entiendo un carajo) nunca había imaginado así la muerte. Tú y yo como antes, como alguna vez o como nunca, ya no sé. La infinita euforia de tenerte cerca. Y al final, un alma en pena curiosa, que había presenciado mi erótica agonía, me preguntaba: “¿Vale la pena? ¿Morir así?” Y sí, valía la pena. Morir contigo, nunca, no soy tan cursi. Porque tú, en el sueño, te habías ido ya, más vivo que nunca. Lo que valía la pena, la catarsis perfecta, era saber que me habías matado.
Pero, sobre todo, despertar y darme cuenta de que, a pesar de tus múltiples e imaginativos intentos, todavía no lo consigues. Escribe de una vez.

Emilia.

Febrero 22 de 1970

Hoy por fin hablé con Luis, le conté todo: nuestros (des) encuentros, nuestros planes, nuestras ganas, nuestra correspondencia… Sorprendentemente no lo tomó tan mal, yo estaba ya listo para salir corriendo o para reventarle en la cabeza el cenicero del bar, pero no, no hubo necesidad de hacer ninguna de las dos cosas porque se quedó paralizado como si le hubiera caído encima una cascada de cemento. Hubo un silencio incómodo que duró como tres siglos (digamos unos diez minutos), hasta que se llevó una mano a la cabeza y me dijo: “Lo único que no entiendo es lo de las pinches cartas”.


No había manera de explicárselo, y la verdad tampoco puse mucho empeño en hacerlo, yo estaba eufórico porque no me había matado a patadas y también porque ese secreto que nos ha mantenido durante tanto tiempo a salto de mata, se dejó ver de la manera más natural bajo la luz neón de un bar de mala muerte y de ocho whiskeys atiborrados de hielo.

¿Cómo explicarle? ¿Cómo hacerle sentir ese sudor helado que me impregna las manos cada vez que recibo una carta y reconozco tu letra perfecta que tiñe las hojas de mis días con tinta azul? ¿Cómo contarle que la voz que me habla mientras te leo no resuena en los oídos sino en los huesos? ¿Quién puede entender que estemos tan locos?

Y mientras yo te sigo escribiendo porque sé repasarás estás líneas en silencio y nos entenderemos sin mover los labios. Y si yo escribo por ejemplo: “A”, tú tendrás que notar su simetría, su soberbia de saberse poseedora de las llaves del alfabeto; y si escribo: “S”, estarás obligada a notar su conflicto, a verla bajar contorsionarse y volver a donde comenzó, como una montaña rusa que sondea la hoja en blanco. ¿Qué le atormenta a la “S”?

Me estoy perdiendo en las formas, como siempre, y ahora estoy tan contento que sé de sobra que en las únicas formas que vale la pena perderse es en las tuyas.

¡Ando más cursi que una película de Angélica María! Si no puedo volver a escribir nunca como la gente normal lo vas a llevar en tu conciencia para toda la vida. Más vale terminar ya esta carta que huele a perfume de quinceañera…

Y tú ¿en qué piensas mientras me hundes en los pantanos de tu tinta azul?

Santiago.

4 de enero de 2008

El domingo fue día de mudanza. Mariela y su marido insistieron en convertirlo en un evento familiar y de nada me sirvió protestar. Los niños estuvieron revolviendo mis cosas toda la mañana y poniéndome los nervios de punta, tú no habrías aguantado ni cinco minutos. O quizá sí. Nunca me quedó claro si hablabas en serio cuándo decías que a Herodes debían santificarlo.

Por la tarde, Mariana se acercó a mí con una fotografía entre las manos. Y de pronto, ahí estabas tú, tú hace treinta años. Creí que, excepto por las cartas, las pruebas físicas habían perecido con la masacre post-psicoterapia existencial. Pero no: ahí estabas de nuevo. Con tu invariable Marlboro entre los dedos y tu cara de foto: la sonrisa un poco ladeada, la mirada perdida como si contigo no fuera la cosa. “¿Quién es éste, abuela?” (Le debo haber dicho un millón de veces que no me diga así, que me llamo Emilia, pero la inconsciencia de sus cuatro años insiste en recordarme, con el odioso apelativo, el paso del tiempo).

No fue tan difícil pronunciar tu nombre delante de esa nieta que pudo haber sido, también, tuya. Lo verdaderamente complicado fue reconocer a la chica de la foto, a ésa que era yo antes, la jovencita de sonrisa excesiva, botas muy altas y falda muy corta. Lo que dolió fue verme obligada a pensar en qué momento me convertí en esta otra. Y, ¿adivinas? También de eso tú eres un poquito responsable. Siempre decías que yo no encajaba en el papel de esposa y madre abnegada. Siempre pensabas en mí de noche, con unas copas encima. Siempre eran otras, más presentables y con un color de labios mucho más discreto, las que llevabas a casa de tu papá los domingos. Yo sólo existía para ti de madrugada, y en papel. Y me esforcé tanto en demostrarte que también yo podía usar medias y sentarme con las piernas juntitas, que también yo podía ser dulce y recatada, que terminé por serlo. Hice todo el numerito. La boda, la casa, los niños, ahora los nietos. “No eres tú”, me escribías -colmando cada letra de sarcasmo- cada vez que yo trataba de provocar tus celos con mis relatos de vida doméstica. Pero sí era yo, casi yo. Casi, porque en mi estúpido intento por convencerte de que te casaras conmigo, terminé casándome con otro.

¿Viste? Sí podía, sí pude. Y no lo hice tan mal. Pero no me había dado cuenta, hasta el domingo pasado, de que en el fondo habría sido interesante que Mariana tuviera tus ojos cafés y tu sonrisa ladeada, y en lugar de preguntar quién eres, preguntara por qué el abuelo se empeña en mirar para otro lado en los retratos. Y entonces yo sería ésta y también la chica de la foto. Por tu culpa, o tal vez gracias a ti (¿cómo saberlo?), siempre voy a ser dos distintas: yo, y la que pude haber sido contigo...más allá de las palabras.
Quiero terminar esta carta preguntándote cuántos Santiagos eres tú hoy, pero no voy a hacerlo. Sería demasiado fácil y estoy demasiado próxima a la sesentena como para volverte a permitir que me acuses de intensa. Mejor te mando la fotografía. ¿Te acuerdas? La tomó Javier afuera de la facultad. Nunca entenderé cómo podías ir por la vida con esas barbas.

Emilia.



Julio 12 de 1980

El local era espantoso, no sólo el café estaba siempre quemado y frío, el lugar en sí mismo resultaba deprimente. Los manteles tenían manchas que bien podían llevar ahí un par de siglos, las cortinas anaranjadas eran patéticas y no sólo no cumplían con su propósito de dejar afuera al sol, sino que lo reflejaban de tal manera que todo el sitio parecía un foco pelón de 100 watts. Pero ahí estabas tú, siempre, tomando ese café de mierda y escribiendo incansable en un cuaderno enorme que ocupaba tres cuartas partes de la mesa.

La primera vez que te vi yo venía saliendo de la cantina de enfrente ¿te acuerdas? la que quedaba apenas a unas cuadras de la Facultad, y me temo que pasé más tiempo en ese lugar que escuchando las insufribles clases de derecho. Ahí me instalé en el Dominó y en los whiskeys dobles, ahí perdí hasta la camisa apostando con albañiles y viejitos que siempre cerraban el juego cuando yo traía guardada la mula de seises, pero lo que más practiqué en ese antro de basurero, fue la rutinaria manía de pegar la nariz a una pequeña ventana y verte escribir como una autómata mientras encendías un cigarro con la colilla del anterior.

Muy de vez en cuando levantabas la mirada y tus ojos de vitral se estampaban contra los míos que habían estado buscando tus pupilas toda la tarde, el encuentro no duraba más de cinco segundos pero era suficiente para que yo pasara en falso o hiciera que Luis tirara su ficha firme por no tapar a tiempo la del contrario.

Nunca tuve el valor de cruzar la calle para hablarte, para invitarte un trago, para preguntarte qué tanto escribías en esas libretas enormes y por qué escogías siempre la misma mesa del café más corriente que he visto en mi vida. No sé si Luis también te veía, no sé si la desesperación de tanto perder en el Dominó o la simple casualidad de una borrachera hicieron que fuera él quien sí tuviera el valor de hablarte, sólo sé que la primera vez que te sentaste en nuestra mesa supe que por tu culpa haría cosas terribles, perdería la lealtad, te seguiría como un perro faldero hasta el final, cualquiera que sea ese final que nos está cocinando la vida.

Hoy tiene ya años que no juego Dominó, que no pierdo mi dinero con borrachos tahúres sino contigo en hoteles tristes y tomando este café nauseabundo donde ahora soy yo el que escribe como un enajenado mientras tú, por tercera vez consecutiva, no apareces. Eres mejor escapista que Houdini y yo no me he decidido a salir corriendo porque estoy seguro de que mis pasos me llevarían, monótonos e involuntarios, hasta el timbre de tu puerta.

–¿No ha venido Emilia?­– Le pregunto al mesero que me repite la respuesta de siempre con una sonrisa que no logro descifrar si refleja hartazgo o lástima.
–No joven, pero si viene yo le digo que la estuvo usted esperando–

Ya lo sé, ya lo sé, sé que lo que te hice no tiene perdón, por más que yo te lo haya pedido y tú hayas hecho como que lo otorgabas, por más que yo te haya dicho que volviéramos a empezar y tú hayas sacudido la cabeza afirmando mientras tus labios cerrados mustiaban que ya no más. Pero por lo menos asómate para dar la cara, dime que te deje en paz mirándome a los ojos y trata de ser convincente.

¿No estarás pensando en desaparecer sin tener la cortesía de mandarme al carajo verdad?

Santiago.

3 de abril de 1981

Y después de algún tiempo de tinta y papel, se me ocurre que el problema es no haberte escrito alguna vez una carta de amor. Cursi, bien cursi, en hojas estampadas de flores, rociadas de algún perfume dulzón y salpicadas de esas lágrimas que en tu absoluta crueldad dices que uso para defenderme. Una carta que te haga decidirte, por fin, a desaparecer del todo, que te haga sentir incapaz de permanecer, aunque sea a medias, junto a una mujer tan imposiblemente ridícula.
No sé por qué no lo he hecho. No habría sido tan difícil con Luis. Es a él a quién imagino en mis delirios de escritora, él el destinatario platónico de cada poema empalagoso que no te permito leer y que siempre terminas descubriendo.
Tú, Santiago, no me inspiras poesía, sino unas ganas irracionales de morderte el labio inferior. Se me ocurre que, tal vez, ese es el problema: las cartas que queman, las palabras que rasgan, las letras envenenadas. La verdad descarnada en cada uno de los trazos de este miserable y escuálido bolígrafo.
Podría escribirte, por ejemplo, que estoy enamorada de esa faceta tuya, aniñada y tierna, que hábilmente intentas esconder de todos los que te rodean. Podría decir que, incluso cuando me haces enfurecer, te perdono mil veces al escuchar el compás de tu respiración mientras duermes. Podría hacerte saber que hay noches que me imagino, contra todo pronóstico, de blanco y bailando contigo esa canción que no tenemos, que quizá no tendremos nunca.
Se me ocurre que, a lo mejor, si escribiera todas esas cosas, te cansarías por fin, te darías cuenta de que ya no hay nada en mí que conquistar (porque soy desde hace mucho tiempo –y sin quererlo- tuya) y te irías, y así yo podría sentirme libre y odiarte del todo, no como ahora, que por más que lo intento sólo puedo odiarte de a poquito, a ratos, porque únicamente a ratos me abandonas, porque nada más algunas veces dices que lloro como defensa. 
Se me ocurre que, en realidad, no puedes siquiera imaginar que cuando lloro, es sólo de rabia: rabia de saber que, si alguna vez te escribiera una carta de amor, entonces sí. Entonces me dejarías para siempre. Y no habría, después de eso, nada que escribir... porque una cosa es que no inspires poesía. Y otra muy distinta es que no estén contenidas en ti todas mis ganas de palabras.


E.


5 de enero de 1970

Me cuesta trabajo escribirte sin que las letras se me doblen, sin que las palabras me queden muy grandes o demasiado pequeñas. No quiero hablarte de amor, cuando leo ese verbo siento como si estuviera metiendo la mano en un estanque lleno de pirañas, pero tampoco quiero usar cuasi sinónimos idiotas como “cariño”. Uno le tiene cariño a su reloj o a sus tortugas y Dios está de testigo que nunca hice con mis mascotas lo que hago contigo (será una de las pocas cosas de las que no podrán acusarme).

Y no es que me dé miedo lanzarme de cabeza al lugar común, después de todo los únicos destinatarios de estas letras son tus ojos y al leer lo que te escribo, la única risa burlona que estrella el silencio del cuarto es la tuya y me gusta tanto tu risa, que ni siquiera me importa que la lances a volar para mofarte de las vueltas que le estoy dando a las palabras para no decirte la única que importa y que tengo atragantada en la tráquea.

Ya no puedo escribir de corrido, ahora me detengo cada dos segundos y me quedo pensando en tus gestos, en la cara que vas a poner cuando yo te escriba esto o lo otro; anticiparte no es tan difícil como tú piensas, por lo menos no para mí. Sé cuándo te vas a llevar la mano derecha a los labios para que no se te escape una carcajada, sé cómo y por qué vas a doblar la hoja de papel entre tus manos como si tapando la tinta dejara de herirte o de hacerte sonrojar.

El verdadero problema es que no quiero tenerte a la mano, no quiero ser tu abrazo fácil, tu palabra cotidiana, tu café doble cargado de rutina a las siete de la mañana. Yo quiero ser el otro, el que no te deja dormir, el que ya se ha marchado cuando abres los ojos a la hora de la resaca y los reproches, el que no fue invitado a la primera comunión de tus sobrinos, el que te desnuda a gritos y no paso a paso como si repitiera, por milésima vez, la rutina aprendida de un acto de circo.

No quiero que tu risa de estruendo se vuelva tan monótona que termine convirtiéndose en una súplica inaudible, no quiero escucharte llorar despacio, sin hacer ruido, sin esperanza. No quiero, no quiero quererte de ese modo, me queda grande el traje de hombre responsable y a ti te queda chica la falda de mujer recatada y formal.

Inventemos una palabra para no querernos como todo el mundo: te propongo algo así como… “Rúcula”. Sí, ya sé que la palabra ya existe y significa otra cosa, pero nosotros no hablamos de lechuga sino de la antítesis de la palabra amor.

¿Te gusta? No, claro que no, quítate la mano de los labios, ya sé que estás a punto de reírte como hiena. Por lo menos yo hago el intento. ¿Tú que propones?

Santiago.

26 de junio de 1989

Hay algo en su espalda que a veces no me deja dormir. He respetado ciegamente esa regla tuya de no escribirte jamás su nombre, de fingir que en estas cartas él no existe y estamos sólo tú yo, ahogándonos, como siempre, en nuestro  infinito mar de tinta. Tus reglas funcionan algunas veces. Ésta te sirve a ti para ignorar que todas las noches duermo con él y a mí para olvidar que cada cierto tiempo, al momento de tomar la pluma, profano espectacularmente el sagrado sacramento del que con tanta frecuencia te burlas.
El nombre es una cosa, el nombre no lo escribo. Pero la espalda sigue ahí, con o sin su nombre, y esta noche no puedo pretender que no la veo. Su espalda me recuerda que cada una de estas palabras es una traición.
No sé en qué momento me volví tan culpígena. Es posible que todo empezara con Luis, aunque en esa época era a ti al que le costaba más trabajo. Tú eras entonces el del insomnio, el de los silencios huecos y la sonrisa triste, el poseedor de la certeza insoportable de haber seducido –¡qué simple y qué trillado!- a la mujer de tu amigo. Para mí la culpa era distinta, nunca tuve la sensación completa de estar haciéndole daño, no me costó trabajo aparentar que eras tú el que me sedujo y no al revés. Lo que me dolía era saberme responsable de tus tribulaciones, tu tormento, tu inacabable cargo de conciencia. Pero sí, puede ser que a los diecisiete años se haya alojado en algún lugar de mi inconsciente que el amor era esto: unas gotas de omisión, varias mentiras, traiciones en el paladar y secretos en las yemas de los dedos. El amor era, como sugeriste tanto tiempo más tarde, algo bastante más parecido a una lechuga.

¿Cuándo fue que lo hicimos tan complicado? ¿Cuándo fue que, además de la malsana costumbre de herirnos el uno al otro, decidimos que lo consecuente era herir a los demás? ¿Cómo hicimos para destruir y destruirnos hasta permitir que entre los dos no hubiera nada más que cartas culpables? Cartas y una historia que ni siquiera es lo suficientemente tormentosa como para inspirar la telenovela que hemos inventado que son nuestras vidas...
Tantas letras hay ya de por medio que es casi imposible distinguir entre el tiempo que estuvimos juntos y el tiempo en el que aprendimos –o decidimos- que la única forma de estarlo realmente era leyéndonos.

Al mirar su espalda esta noche me di cuenta de pronto de que no recuerdo la tuya y, peor todavía, de que tal vez no puedo acordarme porque en realidad no la conozco más allá de lo táctil, más allá de mis manos recorriéndola de memoria, sin haberla visto de verdad. Tú nunca me diste la espalda mientras dormías porque tú y yo no dormíamos, no nos dábamos un beso de buenas noches ni nos tocábamos los pies por debajo de las sábanas. Nuestras noches eran todas beso y todas fuego, todas ron y Enrique Guzmán destazando “Pon tu cabeza en mi hombro” sin que mi cabeza alcanzara, nunca, el reposo de tu hombro, por estar perdida en otros lugares (bastante más cuestionables) de tu anatomía.

Pero todo esto tú ya lo sabes y, como también debes haber adivinado ya, mis palabras no tienen hoy otro propósito que regodearme en la culpa que desde hace tanto tiempo es la protagonista principal de las letras que intercambiamos. Culpa por no haberte sabido perdonar del todo. Culpa por haber llevado tan lejos mi venganza que se volvió imposible que me perdonaras tú a mí. Culpa por acordarme de ti mientras contemplo la espalda que mañana va a darse la vuelta y darme los buenos días. Y, sobre todo, culpa porque no puedo esperar a que me escribas y me digas que tú también te sientes un poco culpable.
E.

2 de julio de 1989

  ¿Yo puse esa regla de los nombres? Podría jurar que fuiste tú. Siempre estuviste obsesionada con ellos, por lo menos con el tuyo. Cuando a mí me daba por ponerme cursi y llamarte “guapa” o “flaca”, se te descomponía la cara y marcando cada letra me decías: -Me llamo Emilia, ¡E-MI-LIA!- ¿Te acuerdas? No sé si algún día te hiciste el tatuaje que prometiste durante tanto tiempo, pero yo pensaba que si te hacías uno, debería de ser tu nombre marcado en la frente.
A mí también me gusta tu nombre, todavía, cuando las horas de oficina me matan de tedio, lo escribo en las hojas de papel a cuadros junto al logotipo de la empresa. Una vez lo dije en voz alta, lo arranqué de la hoja y después de masticarlo unas veinte veces me lo tragué como si fuera una aspirina. –Perdón pero es que este nombre es mío.–Dije ante la mirada de asco de una de las secretarias, quien seguro me levantó ya un oficio por comerme el material de trabajo.
Pero volvamos a lo nuestro E-MI-LIA, los nombres son una cosa pero las espaldas… esas no pueden comerse en hojas de papel, ellas permanecen como el tatuaje que estoy seguro que nunca te hiciste, subsisten en algún rincón donde el cerebro guarda ese tipo de cosas inútiles. Tal vez tú no recuerdes mi espalda porque no tiene nada de memorable, porque nació para recargarse en las sillas incómodas de despachos obscuros, pero la tuya era perfecta, dibujaba piedras dentro de tu piel cuando te enroscabas de frío debajo de las sábanas; hacía añicos las blusas y los sostenes cuando te erguías como una cobra para clavarme los colmillos.
Claro que dormíamos, sólo que tú dormías despierta, jadeabas y dabas vueltas furiosas sobre las camas baratas y sucias de los hoteles de paso. Tal vez soñabas, como el cubano, con serpientes de mar o con funcionarios de corbatas rojas que venían a cortarte las alas, y tú las defendías pluma por pluma, desde los lunares que marcaban bajo tu nuca un triangulo equilátero perfecto, hasta la línea indeleble donde terminaba la espalada y comenzaban otras partes (nada cuestionables) de tu anatomía; y mientras tú luchabas en sueños contra un ejército de tijeras, yo te miraba hipnotizado porque tu espalda era justo eso, una encantadora de serpientes.
Por eso me duele que hayas ido por voluntad propia al peluquero a pedirle que te dejara las alas a rape, porque una cosa es que no supieras volar y otra muy diferente que no estuvieras equipada para hacerlo. ¿Quieres hablar de culpas? Tengo tres millones para regalarte, pero quizá esa es la que más me duele, no haber estado ahí cuando decidiste tocar a la puerta de Jack el Destripador (o de un cura de iglesia da lo mismo) que no buscaba sacarte las entrañas sino desplumarte.
Dile a esa espalda sin nombre que te da los buenos días todas las mañanas que no nos insulte, que no nos venga con frases hechas y vacías, que contigo no existen los buenos días porque tú no duermes, aunque sueñes toda la noche que te mato o que aprietas fuerte los labios para no gritarle a tus soldados que me fusilen y terminen de una buena vez con este burócrata de corbata roja, que va por la vida coleccionando espaldas y cortando alas, sólo para tratar de reunir el valor suficiente para regalarte unas nuevas que no se derritan con el sol de la tarde.
¿Hace cuánto tiempo, E-MI-LIA, que tu espalda no se arquea y se pone en pie de guerra para inyectar las primeras gotas de veneno en alguna carótida indefensa?
Santiago.

22 de septiembre de 1989



Me enredas, Santiago, y te enredas. Es posible que escuchar tantas veces a Silvio te haya hecho mezclar de pronto las imágenes, hacer de mi espalda una encantadora de víboras mientras mi cuerpo entero se dibuja en tu cabeza como una cobra emplumada. Espalda que encanta a la serpiente y serpiente al mismo tiempo: yo, el uróboro eterno. Y no sé si alegrarme de que me recuerdes infinita o recordarte yo a ti que me agoto todos los días y lo único que queda, algunas noches, es esa tinta que te tragas con los restos de mi nombre en hojas membretadas. La misma tinta que dibuja las palabras que están siempre entre tú y yo, cómplices pero, también, custodias de un encuentro progresivamente más improbable. El uróboro es también la lucha inútil.
Hoy, para variar, no voy a culparte de nada, porque aunque sé de sobra que –digas lo que digas- lo que de fondo no perdonas (tú, alma de poeta argentino en cuerpo de burócrata) es que no supiera volar, reconozco el esfuerzo que implican tus ganas de querer regalarme alas nuevas. Si las tuviera sé exactamente a dónde volaría, con la única condición de que esta vez tú volaras conmigo y no hubiera ya necesidad de preguntar, con tan absoluta impertinencia, cuánto tiempo hace que mi espalda no se arquea, dispuesta al ataque de la única carótida posible, la tuya.
Pero mientras tanto te hago caso y, como de costumbre, te sigo el juego, ignoro la espalda tangible y también la frase hecha que la acompaña para responder directamente a la afrenta, al reclamo del día en que, como bien dices, me sometí voluntariamente a cambiar las alas por la rutina que tanto asco te dio siempre. Tienes razón: la culpa, al menos la de esta carta, la culpa de esta tarde, es mía. Pero te equivocas en los motivos: lo que a mí me provoca el insomnio intermitente no es haberme puesto un velo y canjeado mis plumas por tardes de domingo. Al contrario de lo que tú crees, la vida cuando tienes los pies bien anclados en la tierra no resulta tan difícil y el café recién hecho sabe a veces mejor que el whiskey de las tres de la mañana. No duele, en realidad, estar a ras del suelo, lo que pesa es justamente no saber renunciar a despegar, otra vez, un martes cualquiera. Y es que, si pudiera siquiera planear un poquito, sé que volvería a sentarme en la misma cafetería de cuarta, volvería a atiborrar hojas gigantes con poemas diminutos y, sobre todo, volvería a sonreírle a Luis de aquella manera idiota que lo llevó a proponerme cambiar el café aguado por una copa en el bar de enfrente, donde tú te mesabas la barba con esa pedantería que, hoy lo sé, no era más que el reflejo de tus nervios. Y, como también eso lo sabría, no perdería el tiempo en pensar que eras un tipo insufrible, ni me levantaría para bailar “Siluetas” con Luis, ni pasaría después meses jugando a ser la serpiente de uno mientras le clavaba los colmillos al otro. Volaría contigo, Santiago, desde el principio, sin obsesionarme con los nombres, ni con las espaldas, ni con las corbatas rojas. Puedes estar tranquilo: por mucho que me guste sentir cerca el piso, yo tampoco me perdonaré, nunca, no haber sabido volar. Pero no creas que eres el único capaz de hacer preguntas impertinentes. Si yo pudiera volar, Santiago, ¿te atreverías esta vez a volar conmigo?
¡E-MI-LIA!

10 de noviembre de 1989

Tal vez te parezca imposible, pero mientras te escribo esta carta maltrecha, estoy tomando un americano que sabe peor que el que tú te llevabas a la boca cuando jugabas a ser poeta en esa cafetería junto a la Universidad. No me he atrevido a llamar al gerente y armar el escándalo que este brebaje asqueroso amerita, porque estoy seguro de que, a pesar de los pesares, terminaré tomándome otra taza, y no quiero que este horrendo “Nescafé” recalentado contenga además, fluidos corporales del mesero que me ha estado observando la última media hora escribir y arrancar hojas de mi cuaderno como quien mira a un simio tratando de escapar de su jaula.
No te preocupes, no es mi intención emborronar cuartillas con trivialidades de domingos tercos. Te cuento esto porque aún me golpea el cráneo la frase lapidaria de tu última carta, eso de que el café recién hecho sabe a veces mejor que el whiskey de las tres de la mañana. Creo que todo es cuestión de enfoques querida, perdón, Emilia; habría que ver primero de qué café y de qué whiskey estamos hablando, además a las tres de la mañana muy pocas cosas saben bien, el café le lleva en ese aspecto muchas horas de ventaja al whiskey. Reconozco que eres una autoridad en casi todo lo que tiene que ver con las cosas buenas de la vida, pero hay que aceptar que tu gusto para seleccionar el café es (al igual que el mío), bastante pobre, algo que no ocurría, por cierto, con las botellas de whiskey que te robabas de la cantina de tus papás; eran tan buenas que ni siquiera Winston Churchill se hubiera atrevido a ponerles un pero.
Además, a diferencia del café, el whiskey nos permitía hacer una de las cosas que mejor hacíamos: quedarnos callados. Tal vez así fue como empezó todo este asunto de las cartas, cuando entendimos que necesitábamos el silencio, cuando dejamos de hablar y aprendimos a vernos, a tocarnos con los ojos… “Las horas perdidas”, las llamabas tú ¿te acuerdas? Era todo un ritual, primero escogíamos los discos, poníamos los vasos y la hielera sobre la mesa, en el centro una botella verde golpeaba la luz y te hería la mitad de la cara y así, con cada bocanada de humo que salía de tu boca, parecía que fumabas hierbas de colores. Después nos sentábamos uno frente al otro, como si fuéramos a jugar una partida de ajedrez con un tablero invisible; no había manos entrelazadas, ni piernas tocándose debajo de la mesa, solo música y el ansiado silencio, interrumpido de vez en cuando por tu voz cantando alguna estrofa de “La plaga”, de los Teen Tops, o de la mía recitando entre dientes por enésima vez: The answer is blowin’ in the wind.
Y después tú, tu cuerpo, la serpiente, el uróboro eterno… Siempre te gustaron las palabras raras, a mí también, la diferencia es que cuando yo las digo suenan impostadas, falsas, como si las hubiera estado ensayando toda la noche, en cambio a ti te salen naturales, perfectas. Más de una vez, después de discutir contigo tuve que llegar a mi casa y consultar el diccionario para darme cuenta de que, en realidad, no me estabas insultando cuando dijiste tal o cual cosa, o sí, dependiendo del caso. Reconozco que después de leer y doblar tu carta, pienso en la palabra “uróboro” y muero de envidia -¿por qué no se me ocurrió a mí?- me reprocho. Trato de hacer planes para ver cómo y con quién puedo utilizarla, pero dudo mucho que pueda añadir un uróboro a los folios de los casos archivados de la empresa, que si lo piensas bien son precisamente eso.
¿Que si volaría contigo? Lo hago todas las noches anclado como una isla al colchón de mi cama. Pero dejemos a Girondo fuera de estas letras, sabes de sobra que literalmente me dan miedo los espantapájaros, además callar fue siempre más importante que volar para nosotros. El verdadero problema, Emilia, no es si volamos o no, es que somos aves distintas; tú regresas al nido todas las noches, mientras yo emigro al sur y me quedo perdido en alguna ráfaga de viento.
A diferencia de ti, yo no le movería ni un pelo al recuerdo del que me hago ilusiones de acordarme todavía. Me mesaría (otra palabra de las que te salen como si cualquier cosa) la barba de la misma manera absurda que cuando entraste por primera vez al bar, lo haría porque me gustaba cómo me mirabas cuando pensabas que era un tipo insufrible (¿ya no lo piensas?), te dejaría bailar “Siluetas” con Luis de la forma más ridícula en que alguien puede tratar de llevar el ritmo de una canción como esa, te dejaría ser su serpiente porque solo así te cambiaban los ojos de color antes de clavarme los colmillos, te volvería a robar el mismo beso y recibiría sin problemas el mismo gancho a la quijada que me hizo caer de la silla (nadie podrá negar nunca que el cliché nos persigue).
No le huyo a la culpa, que es últimamente nuestra palabra favorita y que no tiene ni la mitad del encanto de las otras que te vienen tan seguido a la mente. Yo me fui porque me dio la gana, así, sin explicaciones, sin alas y sin uróboros. Me largué porque entendí que tú tenías la capacidad de vivir y que yo solo sabía sobrevivir, y para hacerlo tenía que irme, dejarte, olvidarme de tus ojos verdes más claros que las botellas de whiskey, no pensar más en Luis y en la mala y absurda tragicomedia que nos habíamos montado. Me fui porque creí que TENÍA que hacerlo, porque me gustaba ser dramático, porque aún tenía energía para ser tajante, porque me pareció de muy buen gusto echarle a mi trago unas gotas de veneno que no salieran de tus colmillos expertos y anestésicos. Me largué por idiota. Mea culpa, y con eso no se resuelve nada.
Tal vez la pregunta impertinente que termine por fin esta carta (la amenaza de una tercera taza de “café” sigue latente), sea esta: ¿Por qué, Emilia uróboro, decidiste domesticarte en lugar de salir a cazar ratas o fantasmas? ¿De verdad lo que sentiste cuando te dejé fue rencor? O solo el alivio pausado de saber que ahora que me quitaba de en medio, podías hacer tu vida de esposa y de serpiente perfecta pero inofensiva.
Santiago.


3 de diciembre de 1989

¿Y si tienes razón, Santiago? Pocas cosas me aterrorizan tanto como pensar que esta vez no te equivocas, que no hay discusión que valga y la verdadera imposibilidad, el problema de fondo (y de forma, y hasta de contenido) que ha existido siempre entre tú y yo es, justamente, que somos aves distintas. ¿De qué sirven entonces tantas horas muertas si, al final, resulta que no somos más que un par de locos que juegan a identificarse con reptiles alados, incapaces de aceptar que lo único que tienen en común es el silencio? ¿Aprendimos de verdad a tocarnos con los ojos o, al contrario, cargamos toneladas de papel en la conciencia –y detrás de los párpados– porque ha sido, desde el principio, inevitable hablarnos sin darle a cada palabra veintisiete vueltas? 
Me canso de imaginar que todo podría ser distinto. De pensar que podría escribirte, sin adornar ni media letra, que nos dejemos ya de retruécanos y vengas a encontrarme de una vez las cosquillas. Para que veas que sí, que yo también me río. 
    Me canso de perseguir horas que, como bien recuerdas, tuve el mal gusto de asesinar desde el principio. De pensar que algo dejamos olvidado en el fondo de tanta botella robada. ¿Qué más da la exquisitez del whiskey? ¿Qué importa que hubiéramos aprendido el infinito valor de no decirnos nada? Y si hubiéramos cambiado el poético silencio por una plática prosaica... ¿si hubiéramos volado en lugar de callarnos?
    Es posible que sí, que haya nacido entonces lo de las cartas. Casi puedo escucharte mientras decidías inmortalizarnos en un epistolario. Casi puedo escucharme pensando en voz alta que claro, que era cuestión de liberar de algún tintero a la culpa que nos convertía en clichés andantes. ¿Qué es lo que hemos inmortalizado, Santiago? 
     Me canso de llevarle la contraria a Dylan, ahora que soy yo la que lo escucha (y que los Teen Tops se han vuelto un placer culpable), cuando me asegura –como tú, contigo– que, de todas formas, it ain’t no use to sit and wonder why, babe...
   Es muy cansado recordarme y recordarte, retocando las imágenes mentales que tú insistes en dejar intactas, para intentar que de una vez por todas encajen los pedazos del rompecabezas. Y todo, para que después llegues tú a escribir que no: que con la memoria no se juega, que no va a encajar nunca... o que faltan piezas. Que somos aves distintas.
    Si vuelvo a la metáfora es porque no me gusta sentirme derrotada, y me gusta todavía menos pensar que voy a ser capaz por fin de descarnarme en estas líneas para que dentro de tres meses me contestes, sobrio y elocuente, con un nuevo despliegue de la más exasperante retórica que se ha visto jamás en hojas con membrete. Nunca, Santiago, (y esto grábatelo bien) vas a dejar de ser un tipo insufrible. (Sólo quiero decir que, si pudiera hacerlo todo de nuevo, no gastaría un segundo pensando obviedades).
Más insufrible que nunca. Tanto como para preguntar si cuando te largaste sentí alivio y no darte cuenta (qué cosa más ridícula), de que toda desaparición tiene matices y la tuya fue de un estrépito lamentable, pero de poca consistencia. Estás aquí, amontonado en sobres, desde hace casi veinte años. ¿De qué te olvidaste? ¿Cuándo fue que te quitaste definitivamente de en medio? Claro que no se resuelve nada: ser tajante, aunque fuera sólo por el enorme placer de resultar dramático, implicaba esfumarte del todo. Reaparecer tiempo después a compartir el veneno es lo que causa, en realidad, rencor. Y el hecho de que yo lo haya bebido sin chistar sólo demuestra que tampoco tenía la capacidad de vivir totalmente. Por eso me la inventé. Nostra culpa, no te confundas. Que tú seas un imbécil no me hace a mí mucho más lista. ¿O de veras crees que si decidí, como tú dices, domesticarme, no tuvo nada que ver con mi propia necesidad de dramatismo?
Lo que no logro comprender es que me acuses de no haber salido a cazar fantasmas. Cada vez que levanto la pluma persigo los nuestros. Casi siempre los encuentro. Tú te ves demasiado pálido y la barba te queda peor que de costumbre. Pero –eso sí– el cigarro que se eterniza en tu boca compensa contundentemente la facha de tu espectro. Yo, en cambio, estoy encantadora: piernas de mármol, tres cuadernos bajo el brazo y la ilusión de ser poeta. Lo bueno de las ánimas es que no pesan: te es más fácil que nunca levantarme de cualquier parte atrapando mi cintura. Y entonces hasta yo puedo ver las plumas asomando en mi espalda que se contorsiona debajo de tus manos. Yo también extraño las alas, idiota.
La verdad es que hay poca adrenalina en saber dónde están los fantasmas de uno, y no es tan gratificante cazarlos si sólo van a volver a escaparse. Que te quede claro: no hay nada inofensivo en saberse serpiente. Y estoy harta de que, con cada nueva impertinencia, me lo recuerdes.

Emilia. 

08 de enero de 1990


Si hubiera recibido tu carta, que descansa ahora junto a una pequeña lámpara verde (como tus ojos, como nuestras botellas de whiskey), hace diez años, la vuelta de correo que llegaría al buzón de tu casa sería completamente distinta a la que vas a sostener pronto entre tus manos.

No te voy a mentir, cuando terminé de leer tus letras azules y perfectas, apagué el cigarro de un manotazo y doblé el papel entre mis manos como tratando de exprimirle las últimas gotas de veneno que habías dejado caer en los puntos suspensivos. Hace un rato la saqué del bote de basura, la releí, la puse junto a la lámpara, prendí otro cigarro y no pude evitar que se me escapara una sonrisa (de esas que tú siempre consideraste burlonas y que, a estas alturas, no pienso detenerme a tratar de convencerte de lo contrario). Emilia uróboro está enojada…

No es que me sorprenda demasiado. Después de todo, mi capacidad para sacarte de quicio es una constante que ha sobrevivido a nuestra historia (tu carta lo confirma), pero me gusta saber que todavía despierto en ti esos arranques de furia, escrita o a mano limpia. Me gusta darme cuenta que, de tan insufrible, no puedo, ni podré, serte indiferente…

Nos podríamos subir una vez más al ring, aunque sé, por duras experiencias, que tienes un revés de piedra que hubiera hecho desmoronarse a Muhammad Ali en el primer asalto, pero tienes que admitir que también me conozco algunos trucos, que  puedo dejar que me golpees durante toda la pelea y lanzarme como toro en los últimos treinta segundos. Sabes que si no me noqueas pronto, puedo ir a buscarte las cosquillas pero con un gancho al hígado, ese que sufre tanto con mi “exasperante retórica”.

Hoy no me subo al cuadrilátero, Emilia, esta noche pierdo por decisión antes de comenzar la pelea, porque aunque tu carta pida a gritos la muerte del mensajero y una respuesta escandalosa, mi cerebro de burócrata me ha jugado una mala broma y vino con el recuerdo exacto de la última vez que te vi. Tuvo, literalmente, que moverse la tierra para que nos encontráramos.

Tú también te acuerdas y seguro ahora que lo escribo te tiembla un poco el pulso (no sé si lo suficiente como para quitarte los guantes de box). Fue hace casi diez años: era un septiembre burlón y en mi mañana de rutinaria esclavitud, salí a la calle y vi cómo la ciudad se hacía pedazos. Conseguí con un amigo común tu número; en todos lados se escuchaba la palabra terremoto, pero en mi mente sólo había un eco que repetía tu nombre.

Esa fue la primera y única vez que hablamos por teléfono. La línea sonó por un par de segundos, después escuché tu voz temblorosa, cuando el eco se volvió palabra y logré decirte: “Emilia”. Tú me respondiste con un insulto memorable: “¡Idiota!”. Lo gritaste con todos los pulmones (creo que por eso tu carta me llevó hasta ese día) y luego escuché, durante diez minutos, tu llanto, uno que venía desde los lugares y las horas que ambos habíamos olvidado de tanto tratar de recordarlos.

Como todo en nuestra historia es un chiste malo, esa tarde terminamos en un hotel (ya no tan de quinta pero hotel al fin) para arrancarnos la ropa mientras la ciudad arrancaba a sus muertos debajo de vigas dobladas y pedazos de hormigón. No sé si es cierta esa leyenda de que cada vez que alguien va a un funeral sale a tener sexo, pero ese día, en el funeral más grande que me ha tocado vivir, tú, disfrazada de señora, rompiste una vez más los botones de tu blusa y mis manos oxidadas encontraron de nuevo tu espalda, aunque no tus plumas.

Yo estaba (estoy) ajado y casi sin aliento. No recuerdo si tú eras como te describes cuando dices que sales a cazar fantasmas, “encantadora y con piernas de mármol”. De lo que sí me acuerdo es que tu rostro era distinto, te habías vuelto más dura, tus facciones eran rígidas y yo trataba de encontrar ese dejo de inocencia que antes tenías, mientras tus uñas me destrozaban la espalda, seguramente por última vez.

No era solamente que fuéramos más viejos y estuviéramos menos dispuestos al estruendo –de cualquier manera tus espasmos seguían siendo los mismos y tus colmillos no fallaron una sola mordida– el asunto iba más allá, venía desde un lugar más profundo. Creo que esa tarde fue la primera vez que de verdad sentí que estaba tratando de resistir los embates de una serpiente que no era mía.

Con Luis las cosas eran diferentes, por más que el remordimiento me despertara en las madrugadas y me hiciera amargos los tragos y el dominó, nunca te sentí realmente como suya, estaba seguro de que esa contorsión de tu espalda y el sudor que resbalaba por tu rostro los guardabas exclusivamente para mí. En cambio esa tarde de 1985, me pareció que al estar conmigo también estabas en muchos otros lugares al mismo tiempo, en muchas otras mentes que exigían tu atención y apagaban los golpes de la cabecera contra la pared.

¿Qué tiene que ver esto con todo lo demás? ¿Con mis desapariciones fallidas? ¿Con tus letras llenas de cicuta? ¿Con la nula adrenalina con la que persigues fantasmas? ¿Con mi presencia amontonada en sobres que se empolvan en algún cajón de tu casa? ¿Con la afirmación, dolorosa y estúpida de que somos aves distintas? Nada, Emilia, absolutamente NADA, es sólo que el recuerdo es tan urgente que dejarlo pasar sería como dejar de escribirte; que la historia, nuestra historia, es tan absurda y cursi que si no la pongo en papel terminaría convenciéndome (como lo he intentado ya tantas veces) de que nunca ocurrió.

Nos sobra tinta para alistarnos antes de que suene la campana y volvamos repartirnos golpes, eso sí, no creo que exista un réferi en el mundo que logre separarnos al momento del abrazo. Dicen que la venganza se sirve fría, tú ya puedes ir llenando de escarcha tus letras. Los recuerdos, en cambio, se beben en vasos enormes que te anegan de a poco los días y los pulmones, yo me quito el salvavidas para mirar cómo se hunde el barco.

¿Otra pregunta impertinente? ¿En qué estabas pensando cuando me citaste en ese hotel sólo para hacer que temblara una vez más la tierra?    

Santiago.

16 de marzo de 1990

La luz de aquel jueves de septiembre me sorprendió sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, un cenicero haciendo equilibrios sobre la rodilla derecha y una botella de vodka a medio terminar. Él y su espalda llevaban dos semanas de viaje; dos semanas eternas durante las cuales yo me había dedicado a tratar de encontrar a la Emilia de antes, la de las minifaldas y los bares, la ladrona de botellas de whiskey cuyas alas imposibles no puedes dejar de evocar.

Unos días antes, desayunando con mis antiguas compañeras de la facultad, me había intranquilizado darme cuenta de que era difícil reconocerme en muchas de las historias de las que fui protagonista. La intranquilidad detonó una búsqueda que en principio me pareció moderadamente inocua y terminó por escapárseme de las manos y convertirse en algo corrosivo, como casi todo lo que toco. Por eso, cuando dieron las siete de la mañana del jueves, yo no estaba en mi cama arropada con edredones de pluma de ganso y ataviada con camisones de tul –como sin duda imagina un tipo como tú que deben dormir las señoras- sino perdiendo la compostura en medio de la sala con una camisa de franela mal abrochada por toda indumentaria y salpicando de vodka las alfombras.

El cenicero apenas hizo ruido cuando cayó de mi rodilla. Las ventanas, en cambio, tronaron con tal fuerza que consiguieron ahogar, por un momento, los gritos que pegaban Los Gliders en el tocadiscos. “Que me coge, que me agarra, que me alcanza la llorona por detrás...” y yo ahí, petrificada en la ridiculez de aquel estribillo. No pensé en levantarme o correr al escuchar retorcerse las entrañas de la ciudad, no pensé en alas o plumas o espaldas cuando un portarretratos con mi sonrisa de novia se estrelló contra el piso. Tampoco pensé en ti. Pensé en la Emilia que acababa de ahogarse en la botella que ahora rodaba por el suelo y en la tierra que se disponía a tragarse su cadáver mientras yo permanecía inmóvil, la mirada fija en el vaivén desbocado de una lámpara.

Claro que me acuerdo. Claro que me tiembla el pulso y hasta deja de hervirme momentáneamente la sangre con tus impertinencias porque cuando el universo terminó por fin de tambalearse y el timbre del teléfono me sacó de aquel letargo, fue tu voz la que escuché al otro lado de la línea. Y entonces sí, lloré. Porque podía moverme y porque aún tenía fuerzas para insultarte. Pero, sobre todo, por esa parte de Emilia que había quedado sepultada.

Idiota. Te cité para destrozarte la espalda con las uñas. Nada de “seguramente”: sin duda por última vez. En lo demás no te equivocas: estaba en muchos lugares al mismo tiempo. Cuando deshice el nudo de tu corbata te recordé sentado en algún bar, con una cerveza en la mano, burlándote de los burócratas de ocasión. Mientras me quitabas la blusa sin respeto alguno por los botones, nos vi dormidos uno encima del otro, borrachos y cansados de tanto embestirnos, sobre el primer colchón que compartimos. Estudié cada una de tus sonrisas ladeadas, cada roce de tus manos que insistían en dirigir el movimiento de mis caderas. Lo que ahogaba los golpes en la cabecera era la escandalosa contundencia de saber que nunca más volveríamos a mordernos.

Ahí tienes: mi recuerdo urgente, mi versión de eso que es tanto más importante que noquearte de una buena vez y que, como bien dices, nada tiene que ver con todo lo demás. Deja de decir que nuestra historia es cursi, Santiago. Los cursis somos nosotros, que cinco años después de habernos despedido seguimos aferrándonos a la tinta del otro, a los trazos familiares de cada letra, a las peleas que terminan por posponerse para cederle paso a la memoria. Seguimos queriendo que algo pase, que algo cambie, que la tierra –de pronto- se mueva.

Sólo una cosa más, antes de estamparte una firma escarchada: esto no es una tregua. No puedes negarte a subir al cuadrilátero y luego asestar un golpe fatal desde las gradas. ¿Por qué has tenido siempre tantas ganas de provocar venganzas?

E.

23 de abril de 1990


You used to laugh about/ Everybody that was hangin' out./ Now you don't talk so loud,/ Now you don't seem so proud,/ About having to be scrounging your next meal…” Gritaba yo como un demente dando saltos sobre un solo pie mientras tú (al igual que como escribes que te sorprendió el terremoto ese jueves de septiembre) cubrías tu cuerpo con mi camisa manchada de vino que apestaba a cigarro más que los ceniceros de nuestra antigua cantina, la misma que, según nos habían informado, Luis no abandonaba desde hacía dos días.

Yo no estaba borracho, estaba al borde de un coma etílico, mientras tus ojos verdes, abiertos como las cortinas del cuarto de hotel que permitían que el sol nos escupiera en la cara, me miraban absortos dar de tumbos por las paredes y las puertas de la habitación.

No recuerdo si estabas diciendo algo, puede ser que te hayas quedado callada o que me insultaras entre dientes; lo que sí recuerdo es que cuando mi cabeza detuvo el vaivén de mi cuerpo contra el espejo del baño, lanzaste un grito de terror que hizo más escándalo que los cristales haciéndose pedazos contra el mosaico del piso.

Al Santiago de los bares, cómplice del robo de docenas de botellas whiskey, admirador de tus minifaldas y enemigo de las corbatas rojas, no se lo tragó la tierra, se lo comió el espejo de un hotel horrendo, un domingo anónimo a las 11:45 de la mañana.

Camino al hospital no llevabas minifalda, traías pantalones azules y aún usabas mi camisa que ahora estaba cubierta de sangre y ya no tenía compostura alguna, como yo, como nosotros…

Tal vez algún día te cuente sobre ese sueño que todavía me hace despertar de un brinco en las noches y me obliga a llevarme una mano a la cabeza donde permanece la cicatriz de las ocho puntadas que tuvieron que darme en el cráneo. Hoy no, no estamos para hablar de  sueños, nunca lo estuvimos.


No quedó nada, Emilia, no quedó nada. Cuando abrí los ojos en el sanatorio al día siguiente, estaba solo. Al llegar por fin a mi casa encontré debajo de la puerta una carta tuya, una que llevo conmigo desde hace muchos años en la bolsa del saco, creo que ahora está tan gastada que es ilegible, no tiene remedio, igual que esa camisa que te quedaba perfecta.

Tú recuerdas bien esa carta, en ella me decías que estabas con Luis, que algo malo pasaba, que era urgente que yo fuera, que era, y esto lo cito de memoria: “un pedazo de imbécil por haber estampado la cabeza en el espejo más pequeño del mundo habiendo tanta pared a los lados”.


Ese lunes no fui a ver a Luis (con quien no volví a encontrarme jamás) tampoco estuve contigo, ese día hice mi maleta, rompí dos de las hojas enormes donde descansaba uno de tus poemas adolescentes, guardé tu carta y me largué; “How does it feel?”

Lo que encontré después, lo que nunca me explicó Bob Dylan, es que (al menos para mí), no había nada del otro lado del espejo, ni juegos de ajedrez caóticos como los que miró Alicia, ni el minotauro de mí mismo al que yo quería cortarle la cabeza. Cuando te dejé, no hubo nada más que el desierto de la vida sin tus manos. Entonces regresé, derrotado, con la cola entre las patas, vencido por la evidencia de saber que no puedo ser más de lo que soy. Tienes razón, mi intento de fuga fue, como tú dices “de un estrépito lamentable pero de poca consistencia”, así que cuando volví sobre mis huellas, las tuyas ya no existían; tú habías cocinado tu revancha y la tenías lista para mí dentro del refrigerador. No es que tenga ganas de provocar venganzas, lo único que quiero es que termines de dejar caer la tuya de una vez por todas y nos olvidemos de tanta culpa y tanta tinta que llena de humedad los rincones de tu casa.

Si sólo me citaste ese jueves fúnebre para destrozarme la espalda sin duda por última vez, yo por mi parte puedo decirte que, aunque carezco casi de cualquier certeza, hay una que es irreductible y que quiero que te quede bien clara: la tierra puede moverse todo lo que se le pegue la gana, pero tú no vas a encontrar jamás otra espalda tan irrelevante como la mía que esté dispuesta a cargar con el tatuaje de tus uñas. Yo soy solo el maniquí de portafolio café y corbata roja, pero tú, Emilia, no volverás a crear un terremoto en una cama nunca, por eso, también te doy la razón cuando escribes enseñando los colmillos, que mi estupidez no te hace a ti más inteligente.

En cuatro horas voy a ponerme otra vez el saco, a guardar tu carta y a resignarme a que sea otro martes insípido, y no tus uñas, el que me haga sangrar la espalda, pero tú ¿cuánto tiempo vas a seguir fingiendo que eres feliz montando tu mejor actuación de esposa y “señora de la casa”? “How does it feel?”

Santiago.            

17 de mayo de 1990


¿A ti no te había devorado un espejo? Si hace cinco años sabes que no tenemos compostura, ¿por qué insistes en  remover los pedazos? Me convenciste al fin: somos cristal molido. Pero, ¿sabes qué? A partir de ahora puedes cortarte tú solito con el polvo que queda.
Como lo lees: hoy decidí caer en la provocación. Hoy voy a darte gusto. Tal vez sea porque a mí me pintó escribirte, al fin, un jueves. Y yo los jueves estoy cansada: del despertador y la cafetera italiana y los sándwiches para el lunch; de la comida y el tráfico y las clases de ballet y todo eso que te parece tan deleznable. Ahí está: mi vida tal como tú la intuyes, para poder burlarte cada vez que crees que viene al caso. Porque mis jueves tienen otras cosas, que ya no vale la pena contarte. Sigue pensando que soy toda ojeras y listas de la compra, piénsalo mientras te anudas la corbata roja. Ya sé que te gusta. Ya entendí que te da fuerzas para arrastrarte a la oficina.
¿Necesitas más detalles para tu imagen de Emilia desplumada? Van de regalo, porque sé que te consuelan: me canso también de la telenovela de las cuatro, de no escribir nunca poesía, de recoger cabezas de Barbie y perseguir a Mariela por los pasillos para que se lave los dientes y se acueste.
Jueves o no, estoy demasiado harta de tus letras podridas como para hacer lo que exiges de mí: que me beba el último cuarto del whiskey y escriba con trazos tambaleantes que se me acabaron las venganzas, que no me resigno a existir sin que me muerdas las rodillas y que quiero que vengas a llevarme contigo al otro lado del espejo. No engañas a nadie, Santiago. Los dos sabemos que si escribiera algo así, buscarías algún sitio ridículo donde estrellar la frente y luego saldrías corriendo más lejos que la última vez. Si lo exiges es sólo porque sabes de sobra que no voy a hacerlo. Que no quiero hacerlo.
¿Te había dicho ya que mi niña se llama Mariela? ¿O seguimos jugando a los nombres prohibidos? No: me cansé de seguirte la corriente. Mariela, tengo una hija y se llama Mariela. Tengo una hija con otro. Tiene la nariz llena de pecas, igual que su papá, es casi tan cursi como la abuela Caro, se ríe igualito que mi hermano Jaime y por fin (sí: por fin) me colmó la paciencia que insinúes que esta vida, que la incluye, no es más que una venganza que no termino de propinarte. No te recordaba tan ingenuo… nunca he negado que tus acciones detonaran muchas de las mías, pero ni siquiera tú puedes ser tan ególatra como para imaginar que cada paso que di después, estuviera relacionado con tu cráneo partido.
¿Qué sabes tú de los temblores que provoco o dejo de provocar? ¿Qué sabes tú de los sitios donde entierro las uñas? Qué cosa curiosísima es el ego: quién te viera recurrir a la fácil sentencia de que nadie me lo va a hacer como tú. ¿No es eso de lo que estás tan seguro? Muy masculino de tu parte. Bravo, bravísimo. Quédate con tus certezas: esas también te las regalo. Ya sé que te ayudan.
¿Qué importa ya lo que pienses? ¿Qué importa lo que piense yo? Si de todas formas, para ti no queda nada. Si media Emilia está bajo tierra y al Narciso de cuarta que se desgañitaba imitando a Dylan se lo tragó su reflejo en un cuartucho del centro. Por lo menos a mí me queda una mitad.
El día de tu gracia, cuando me vio con la camisa que tan bien recuerdas manchada de sangre, Luis me aseguró que seríamos tan irresponsables el uno con el otro como lo habíamos sido con él. Era mentira que llevara dos días en la cantina, ¿lo sabías? Eso seguro se lo inventó el bestia de la barra para hacerte sentir importante y garantizar las propinas inverosímiles de tus borracheras. Los únicos que apestábamos a alcohol (entre otras cosas) aquel día y como siempre, éramos tú y yo. Luis me recogió en el hospital y me llevó de vuelta a mi casa, donde llevaban tres días a base de valeriana (nunca voy a saber si por mi intento de fuga o por la cava vacía) llamando a media facultad para dar conmigo. Si en lugar de esfumarte con la carta que luego te aprendiste de memoria, te hubieras dignado a enseñar tu cabeza rota, sabrías que despertaste solo porque yo estaba con Luis tratando de impedir que mi familia te demandara por robo, secuestro y violación.  
 ¿Ese fue tu drama, Santiago? ¿Así te lo explicas? ¿Te levantaste con migraña y al no verme ahí, decidiste castigarme mandando todo al carajo para irte detrás de un conejito blanco? ¿Para reclamarme, diez años después, que no me quedara a escuchar eso tan impactante que habías soñado? No me interesa. Por mí, puedes seguir despertando de un brinco el resto de tus noches sin compartirlo con nadie. Espero, eso sí, que cada una de las ocho puntadas te recuerde que eres un tarado.
Tú ganas: se acabaron las letras con escarcha y las remembranzas de temblores y moteles y bares y cuadernos gigantes. Nos acabamos nosotros. Pero, ¿qué digo? Si de nosotros hace mucho tiempo que ya no queda nada. Nos devoró el espejo de un hotel horrendo, un domingo anónimo, a las 11:45 de la mañana. Vete mucho, muchísimo, al demonio, Santiago.